En esta ocasión, quiero compartir con todos ustedes, aglunas reflexiones que pueden encontrar en el libro titulado "Lo que toda mujer debe saber acerca de los hombres", cuya autoría corresponde a Walter Riso (psicólogo, especialista en terapia cognitiva con una maestría en bioética. Es autor de varios libros). Particularmente, siento una profunda admiración por este magnífico escritor. Tengo que dar gracias a la vida, por la inmensa fortuna de poder contar, en mi biblioteca, con una gran cantidad de libros de su autoría. Sin duda alguna, Walter es un "Gran Maestro" cuya "Sabiduría" se transmite a través de su vasta actividad. Un autor que con un lenguaje sencillo, aborda temas sumamente intersantes y cuya complejidad, muchas veces, puede resultarnos difícil de desentrañar sin la ayuda de un experto en la materia.
Es momento, entonces, de comentarles que en las páginas 96 a 105, podemos ponernos al corriente respecto de:
"El conflicto afectivo con lo femenino
Sobre el amor por las mujeres y la persistente manía de tener que oponernos a ellas para definir la propia masculinidad
La vida de cualquier hombre está todo el tiempo ligada a la de la mujer. Desde el punto de vista biológico, la programación básica de la vida a nivel embrionario es femenina, nosotros le agregamos (transmitimos, forzamos o depositamos) el cromosoma <Y> que define el sexo del hombre (la identidad viene después). Si no existe esta intervención, la tendencia natural es a producir mujeres, pero si aparece el gen responsable, se produce una formación testicular masculina.
Ahora bien, el testículo fetal debe estar todo el tiempo pendiente de la evolución del embrión: un mínimo descuido puede crear un caos patológico o alguna deformidad. Durante las ocho o nueve semanas inciales, debe haber un esfuerzo permanente para que la diferenciación del feto masculino se dé. Cuando digo esfuerzo, me refiero a un trabajo extenuante, a una verdadera contienda con la tendencia natural a generar hembras. Tal como han sostenido infinidad de biólogos y psicólogos de diversas corrientes, al macho hay que fabricarlo, mientras que la hembra simplemente está ahí. Ello ocurre por obra y gracia de la <madre> naturaleza, es decir, si la estructura cromosómica original sigue su curso, espontánea y tranquilamente, nacerá una mujer. Sin querer pecar de fatalista, este comienzo biológico es el presagio de un derrotero que definirá gran parte de la vida posterior del varón en dos sentidos: a) su origen femenino y b) la oposición a esta misma génesis para definir su masculinidad.
Mientras estamos en el seno materno, el universo amniótico nos acurruca, alimenta y acaricia. Permanecemos nueve largos meses metidos dentro de una mujer, siendo totalmente uno con ella y disfrutando con intensidad del silencioso nirvana de su vientre. En él nos refugiamos, hacemos y deshacemos a nuestro antojo. En él vivimos el milagro de la vida, donde todo es beneficio y nada es inversión: el negocio perfecto. Por alguna razón aún no establecida, a los hombres la naturaleza nos privó del privilegio de brindar este paraíso interior a otros seres. Al menos, biológicamente hablando, nunca podremos decir <nuestras padres> o <nuestros madres>. El vientre paterno sólo existe para el padre: no es compartible ni convertible. Venimos de la mujer, ésa es nuestra procedencia, y pese a que algunos lo vean como una desgracia, muchos varones aceptamos gustosos nuestro origen (aunque debo reconocer que no nos gusta demasiado pensar o hablar de ello). No hay vuelta de hoja, hasta el más insoportable machista debe reconocer que en el momento de su nacimiento, cuando pasó del éxtasis interior al ruido ensordecedor del mundo viviente, lloró, pataleó y protestó enérgicamente. Estar <en> mamá era mejor.
Pero la relación de dependencia con las mujeres continúa. El idilio prenatal adquiere una nueva forma después de dar a luz. La relación intrauterina madre-hijo se prolonga de manera extrauterina durante varios meses, en los cuales la madre sigue prodigando cuidados de todo tipo, cariños, besos y abrazos. La diada afectiva se hace ahora claramente visible. La simbiosis sigue, pero más consciente por ambas partes. En el bebé ya existen formas primarias de percepción, y la mente comienza a formarse. Ya ambos pueden verse, tocarse e intercambiar placer de una forma más directa, atrevida y erótica. Sin embargo, muy a pesar de los implicados, este amorío primario y básico para la supervivencia, se complica. En el varón se suma un nuevo ingrediente, algo que lo hará renegar y lo obligará a dar marcha atrás. Una especie de infancia ontogenética comienza a tejerse, un mal chiste del destino y una mala jugada de la vida: la identificación masculina, que a la larga no es otra cosa que una <desidentificación> femenina.
Tal como dije antes, a diferencia de lo que ocurre en el bebé de sexo femenino, cuyo proceso de identificación (<yo soy una mujer>) oucrre de manera natural, fluida y pasiva, el varón debe hacer un giro de 180 grados, frenar el proceso de identificación del que venía y reconocer a regañadientes que aquello que lo contempló, lo colmó de dicha y le dio tanto amor, es de otro planeta o, al menos, no es como él . Debe renunciar a la mayor fuente de placer conocida, alejarse intempestivamente y comenzar a desligarse de un <yo> mal llevado y de una autopercepción afectiva mal construida; como el cuento de la leona criada con ovejas que un buen día, al mirarse en un lago, descubre que no es igual a sus congéneres, sino distinta, de otra raza o casi de otra especie. Aunque no tenemos forma de saberlo, me imagino que el impacto para un niño debe ser terrible, más aún si consideramos la ausencia del otro patrón de identificación: la figura masculina del padre. Si al niño le diera por preguntar: <Está bien, no soy esto, pero entonces, ¿qué soy?>, la respuesta lógica, aunque algo indeterminada, debería ser: <Eres un varón>. Y si acaso el supuesto niño volviera a preguntar: <¿Y qué es un varón?>, más de un padre saldría corriendo.
La identidad de los humanos, es decir, el autorreconocimiento personal, ocurre mediante un principio que se conoce con el nombre de <fenómeno de mirarse al espejo>. Nos autodefinimos en la medida que nos vemos en relación con los otros. Cuando el niño descubre atónito que se estaba mirando en el espejo equivocado, debe comenzar a distanciarse mental y afectivamente, y debe mirar para otro lado, buscar otro espejo. Esta ruptura de género con la fuente primaria, es decir, la madre, requiere de una reacción antagónica y una oposición activa. Aunque no nos guste demasiado, la naturaleza obró así: la masculinidad comienza a definirse por el desprendimiento de lo femenino. Mientras que en el proceso de identificación femenino, la cercanía afectiva y la relación con su fuente de alimentación y cuidado fortalece la concordancia de género, en el hombre es al revés. Al varón, la correspondencia de la propia identidad no le viene dada, debe trabajar para obtenerla. Debe tratar de hallar un punto medio donde no se retire demasiado, lo cual sería poco recomendable para su posterior vida afectiva (odio o indiferencia a las mujeres), ni tampoco debe quedar atrapado en un vínculo infantil, lo cual sería catastrófico (afeminamiento o complejo de Peter Pan). Este proceso de mantener a raya a la mujer para poder encontrar su propia identidad, genera un desgaste enorme de energía en los varones, además de angustia, culpa, odio y amor, mezclados y agitados. Pero la cosa no termina aquí.
Hacia los dos o tres años, tanto los niños como las niñas intentan la separación de género; los juegos son distintos y se prefieren amiguitos del mismo sexo. Los muchachitos parecen desarrollar cierta fobia a las niñas, y éstas, cierto pesar por la <tontería> masculina. Los muchachitos, antes de entrar en la preadolescencia, pueden llegar a tener verdaderas pesadillas sobre la posibilidad de ser una niña enmascarada, o lo que es lo mismo, una niña en el cuerpo de un niño. El mayor terror y peor insulto para un muchacho de esa edad es que le digan niña.
Sin el menor ánimo de parecer víctimas y ateniéndome exclusiva y objetivamente al desarrollo psicológico-afectivo masculino: ¡qué ajetreo tan agotador éste de ser varón! Primero, en lo embrionario, debemos agregar una <Y> que solamente poseemos los varones y que no parece estar programada de manera tan natural por la biología. Después, la desilusión y la cruel aceptación de que no se es mujer, es decir, soy una especie de marciano. Más tarde, cuando la cosa parece estar tranquila, nos sobreviene un trastorno obsesivo no registrado aún por la psiquiatría: <Para ser varones debemos diferenciarnos de las niñas>, más aún, cuanto menos nos parezcamos, más hombres seremos. En vez de aprender a ser varones, reafirmamos lo que tenemos que hacer, lo aprendemos por defecto, es decir, por lo que no tenemos que hacer. Para rematar la cosa, durante casi toda la vida a muchos varones les asalta el pavoroso miedo, algunos dicen que la duda, de ser homosexuales. O sea, además de todo lo anterior, también hay que cuidarse de ser homosexual (nuevamente oponerse) y, como es obvio, hay que diferenciarse de ellos. ¡Qué falta hace un padre!
En cierta ocasión fui invitado por una asociación de mujeres para hablar sobre este tema. Cuando terminé de explicar el problema de la identificación masculina, la mitad de las asistentes tenían los ojos llorosos, y la otra mitad mostraba un claro sentimiento de compasión y pesar: <Pobres... Lo que les toca sufrir...>. En verdad, no supe si debía agradecer el gesto o deprimirme con ellas.
Es apenas natural que en este contexto de búsqueda de lo viril, la gran mayoría de los hombres adquiera el vicio, generalmente no consciente, de tener que estar todo el tiempo mostrando que son verdaderos varones. La masculinidad es mucho más importante para nosotros, de lo que la feminidad es para las mujeres. Realmente, confundimos el camino. Podríamos orientar nuestras energías fundamentalmente a descubrirnos a nosotros mismos, sin definir tantos territorios y linderos inútiles con lo femenino. El absurdo está planteado así y mantenido por siglos: en los varones, la masculinidad depende de cómo se resuelva la feminidad. Ridículo en grado sumo. El desatino está, precisamente, en que no hay nada que resolver. Es posible que no tengamos mucho que hacer en lo embrionario, pero sí podríamos mejorar la manera como la cultura administra los procesos infantiles de indentificación masculina. También podríamos crear nuevos métodos educativos para la socialización de niños varones, reestructurar la concepción que los adolescentes tienen de las mujeres, y trabajar activamente para vencer el miedo a la expresión de sentimientos positivos. En fin, hay mucho por hacer, si en verdad existiera la motivación.
Esta insistente arremetida contra lo femenino comienza a suavizarse cuando hacemos un descubrimiento desconcertante, y casi que traidor a la causa: ¡las mujeres nos dejan de parecer horribles y, además, nos gustan! <Dios mío... ¿Cómo es posible?.... Ellas me gustan...>, exclamaba seriamente preocupado un paciente varón de doce años, sorprendido de sí mismo. Este hallazgo es tan estremecedor y avergonzante que suele ser mantenido en secreto por algún tiempo, hasta que alguien más valiente sea capaz de comentarlo en el grupo de referencia. Así, descubrimos que por fortuna no somos los únicos. En verdad, cualquier muchacho aquejado de enamoramiento siente un gran alivio al ver que sus compañeros de género están en las mismas y, como suele ocurrir, hasta el más duro del grupo está <afectado>. Como una epidemia de origen desconocido, los temibles combatientes antifeministas van deponiendo las armas y entregándose mansamente, uno por uno, al enemigo. Un contrincante mucho más poderoso, en apariencia pasivo y sumamente encantador, que no perdona.
Junto al virus afectivo que nos revuelca sin remedio en el amor adolescente, en el varón se hace evidente una nueva fuerza con el vigor de mil soles, punzante y demoledora, que definirá gran parte de la existencia masculina posterior, y de la que hablaré en la tercera parte del libro: la atracción sexual. Esta nueva energía termina de hacer añicos esos años de <protesta viril>, como los llamaba Adler, y la balanza definitivamente comienza a inclinarse. Las paradojas de la vida: tanta repulsa, tanta negación por lo femenino, para regresar a ellas. Del destete al <tete>. El retorno a la mujer y la aparente conciliación con el otro sexo deja expuesto de una vez por todas el conflicto básico del varón, el dilema atracción-repulsión hacia lo femnino, que guiará y determinará gran parte de su futura vida amorosa.
Aunque hay muchísimo estilos afectivos masculinos, y aunque algunos pueden llegar a superponerse para crear subtipos, señalaré los que considero más importantes frente al impedimento que genera la oposición a lo femenino. Según como se intente resolver este conflicto básico, serán las formas de relacionarse afectivamente: muy cerca malo; muy lejos también. Los que no son capaces de alejarse lo suficiente del vínculo maternal inicial permanecen en una relación infantil y/o culpable. Los que se distancian demasiado pueden oponerse al amor femenino con indiferencia y/o agresión. Los que logran reestructurar un buen punto de equilibrio alcanzan a reconciliarse con ellos mismos y con el amor femenino. Dejaré al hombre conquistador compulsivo, al que sufre de <donjuanismo>, para el apartado de la infidelidad."
Espero que, tanto hombres como mujeres que hayan leído este compartir, coincidan conmigo: vale la pena la lectura de este libro que para algunas personas puede, desde mi punto de vista, resultar tan intrigante como atemorizante a la vez. Quizás, sea un libro para "valientes"...
Bendiciones.