En esta oportunidad, quiero compartir
con ustedes una reflexión, cuya autoría corresponde al sacerdote benedictino
Mamerto Menapace (monje del monasterio de Santa María de Los Toldos -del que
fuera abad durante dos períodos-, escritor de cuentos, poesías, ensayos
bíblicos, narraciones y reflexiones, que cuenta en su haber con la publicación
de más de cuarenta libros inspirados en temas varios, vinculados al encuentro
con Dios y al crecimiento en la fe),
extraído del libro (también de su autoría) titulado “Sufrir: pasa”
“Reflexiones para la cuaresma”. Si bien nos encontramos fuera del tiempo
litúrgico así llamado de acuerdo a la tradición católica, me pareció
interesante abordar un tema que -a mi criterio- merece nuestra atención, en
momentos en los que la Humanidad se encuentra atravesando una profunda crisis,
producto de sus permanentes ciclos evolutivos. El sufrimiento -a veces- parece
ser un eterno compañero de ruta. Y -en mi opinión- es una “muletilla” a la que
acudimos cuando no contamos con el valor suficiente para atravesar las “crisis”
que se nos presentan como sinónimo de “oportunidades para crecer”, para
“evolucionar como personas”, como “seres humanos que transitan un camino de
aprendizaje llamado “vida”.
Los invito a que abran sus corazones a
las inspiraciones que Dios (o como quieran llamarlo de acuerdo con sus
creencias) pueda suscitar
en cada uno de ustedes, a través de la lectura de esta magnífica reflexión.
“El propio dolor”
“Suele suceder que el sufrimiento
prolongado de un pueblo va generando una determinada visión de las realidades,
en la que terminan por confundirse los planos. Si es cierto que Dios es el
defensor de los oprimidos, y uno se siente parte de estos, es fácil que se
identifiquen los propios derechos con los de Dios. De esta manera se sacralizan
muchas actitudes. Y hasta se puede llegar a desear la venganza que destruya al
enemigo, identificándola con el triunfo de Dios y su proyecto. El opresor
pierde así todas sus cualidades buenas, y pasa a ser el exponente mismo del
mal, imposible ya de ser redimido, o de contar con la misericordia de Dios.
Su destrucción se identifica con la
derrota del mal y con el triunfo del bien. En la conciencia orante de este
pueblo (o de una persona) se va perdiendo poco a poco la proporción de Dios, y
se va reduciendo sus intereses a las dimensiones de los propios. Dios tiene que
sentir como yo siento. Pido y exijo que obre de acuerdo a los deseos y
proyectos que me convienen a mí, y que, sin discusión, son los de Dios.
Y uno puede hasta llegar a caer en el
escándalo de dudar de Dios y de su justicia, por el simple hecho de que se
posterga o no se realiza el juicio que a nuestro parecer tendría que realizar,
para volver las cosas a su lugar.
Ni remotamente se puede admitir que el
enemigo y opresor, también pueda ser objeto de amor de Dios. Y menos aún , que sea
el destinatario de su misericordia, y de esta manera ser llamado a la
conversión, con los mismos derechos y oportunidades que nosotros. Eso sería el
escándalo supremo. Sería la ausencia total de justicia. Y nos haría dudar del
mismo Dios.
Sobre todo sentiríamos que se nos pone
en ridículo, y que se ha estado jugando con nuestro sufrimiento, y abusando de
nuestra esperanza y buena fe.
Tal vez olvidamos demasiado fácilmente
todas nuestras propias infidelidades, y las veces que hemos tenido que suplicar
humildemente la misericordia de Dios.
Aún admitiendo que, luego de un castigo
ejemplar, algo del enemigo se pudiera rescatar y salvar, en ningún momento
estaríamos dispuestos a ser los instrumentos salvadores. Más bien nos sentimos
con el derecho de que Dios realice por intermedio nuestro el castigo. De esta
manera, podríamos añadir a la alegría de ver realizada la justicia, la secreta
gratificación de satisfacer nuestra venganza. Y por si esto no entrara en los
planes de Dios, al menos nos sentiríamos merecedores del derecho de ser
espectadores de su castigo ejemplar y fulminante.
¡Qué embromado es el dolor! ¡Cuántas
cosas feas puede llegar a hacer brotar en nuestro pequeño y mezquino corazón!
Porque si el corazón no crece en el dolor, el dolor hace crecer las sombras en
el corazón del hombre.
Y en definitiva, lo que Tata Dios
quiere, es que crezcamos, tanto los pueblos, como las personas. Quizás para eso
utilice el instrumento del dolor.
Pero solo, no basta. No es suficiente
podar un frutal , para que el frutal florezca. Tiene que intervenir la
primavera. No basta con hacer sufrir un corazón, para salvarlo. Tiene que
intervenir la gracia.
Pero el Señor Dios no acostumbra
regalarnos las cosas ya hechas. Es tan respetuoso, que acepta la espera de
verlos nacer y crecer en nosotros. En medio de toda la frondosa vegetación
salvaje que brota en nuestro corazón al calor de nuestro deseo de justicia,
suele sembrar, como al descuido, una experiencia que puede ser semilla de una
realidad más plena. Algo nuevo, y sobre todo más de acuerdo con su propio
corazón. Más conforme a su plan de salvación, que es para todos.
Es posible que un día llegue a pedirnos
algo que a nosotros nos parecerá absurdo. Nos puede invitar a que seamos su
instrumento de salvación, sacrificándonos precisamente por aquellos a quienes
nosotros hubiéramos querido ver destruidos.
Entonces, nuestra lucha interior se
volverá contra el mismo Dios. Y como nos sentiremos impotentes y con bronca,
tal vez apelemos a la huida. Optaremos por disparar de las exigencias de ese
Dios incomprensible. Y buscaremos alejarnos de su territorio para escapar a su
mirada”.
Espero que hayan disfrutado de esta
lectura tanto como yo disfruto con cada uno de los cuentos y reflexiones que
este sacerdote benedictino comparte a través de sus libros, los cuales
-considero- son un más que recomendable alimento espiritual.
Bendiciones.
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