Un rico hacendado, en un viaje que hizo por Africa, compró en Tetuán una mona y se la llevó a su país. En su hermosa residencia, el hacendado daba grandes fiestas a las que acudían numerosos invitados. El solía mostrar la mona, y todos la admiraban por ser un animal raro en aquel territorio. Pero el amo pensó que vistiéndola con ricos trajes, llamaría más la atención de sus amigos, y mandó hacer para ella un vestido de vivos colorines y plumajes como los de los espadachines, con lo cual la mona estaba que ni pintada.
Ella, que al pasar frente a un gran espejo se vio tan llamativa y tan galana, se envaneció de tal forma, que pensó era una lástima que no pudieran verla sus antiguas compañeras de la selva.
¡Allí sí que causaría sensación entre los de su especie!
Y ¿qué dirían todos los monos al contemplar su elegancia?
A buen seguro que sería la preferida entre todos ellos.
Así que decidió huir de la casa, y una noche saltó por una ventana al tejado del vecino, y de allí a otro, hasta que llegó a la calle, y ya en ella, tomó el camino de Tetuán.
No se sabe con certeza cómo llegó a su tierra; se embarcó en algún barco de carga, o se ocultó en la bodega de algún petrolero.
El caso es, que después de larga travesía, llegó a su destino. Y por fin se encontró entre sus compañeras, las cuales le hicieron un gran recibimiento.
La presumida mona se estiraba delante de sus asombradas y desnudas amigas, para que éstas miraran a placer sus chillones vestidos. Una le tocaba por aquí, otra por allá, y todas se pasmaban de tanta hermosura y distinción, opinando que tenía que ser mucha la sabiduría, ingenio y tino de la mona, para haber obtenido aquel galardón. Así que todos la saludaban, como si de un alto personaje se tratara, pues aquel traje le daba mucha categoría entre ellos.
Toda la tropa de monas tenía proyectada una excursión por aquel vasto país, para buscar provisiones con qué abastecerse. Y convinieron en que nadie mejor para guiarlas, como aquella compañera, que de lejanas tierras llegaba con tantos laureles ganados.
Cegadas por el lujo de la mona, la nombraron capitán de la excursión.
Llegó el día de la partida, y allá fueron selva adentro, con su flamante directora.
Las necias monas seguían el camino que su compañera les trazaba, obedeciéndola con fe ciega. Pero la presumida capitana, que sólo pensaba en lucir sus galas, equivocó la ruta, perdiéndose entre bosques y malezas.
¡Desdichada tropa! Atravesaron ríos, desiertos y pantanos, sin encontrar nada de lo que iban buscando. Entre el ejército de monas había más de la mitad con descalabros. Una tenía la cabeza magullada; otra, se había roto una pata al saltar unas rocas; otra, estaba acatarrada de la mojadura que había tomado al atravesar el río. Y la que más y la que menos, todas tenían algo de qué lamentarse.
Pero aún les cegaba la apostura y gallardía de la mona capitana, que seguía guiándolas por aquellos caminos que ni ella misma sabía dónde conducían. Mas no quería confesar su ignorancia, pues sería bajar del pedestal, donde su vanidad y la insensatez de sus compañeras la habían colocado. Las jornadas cada vez eran más penosas y los accidentes iban en aumento. Como aquello siguiera así no iba a quedar mona para contarlo. ¡Qué tristeza contemplar sus cuerpos desfallecidos por el cansancio y las privaciones! Viendo que nada conseguirían con seguir adelante, decidieron volver a su poblado, renegando de su directora, que les había conducido a tal fracaso con su necedad y poco entendimiento. Ya de regreso, y una vez reconfortados con el descanso y la alimentación, se alejaron de la presumida mona que les había engañado con sus galas de relumbrón, debajo de las cuales no había más que una cabeza vana y tonta.
Aprended del cuento de la mona, a no juzgar por su apariencia a las personas...
Ella, que al pasar frente a un gran espejo se vio tan llamativa y tan galana, se envaneció de tal forma, que pensó era una lástima que no pudieran verla sus antiguas compañeras de la selva.
¡Allí sí que causaría sensación entre los de su especie!
Y ¿qué dirían todos los monos al contemplar su elegancia?
A buen seguro que sería la preferida entre todos ellos.
Así que decidió huir de la casa, y una noche saltó por una ventana al tejado del vecino, y de allí a otro, hasta que llegó a la calle, y ya en ella, tomó el camino de Tetuán.
No se sabe con certeza cómo llegó a su tierra; se embarcó en algún barco de carga, o se ocultó en la bodega de algún petrolero.
El caso es, que después de larga travesía, llegó a su destino. Y por fin se encontró entre sus compañeras, las cuales le hicieron un gran recibimiento.
La presumida mona se estiraba delante de sus asombradas y desnudas amigas, para que éstas miraran a placer sus chillones vestidos. Una le tocaba por aquí, otra por allá, y todas se pasmaban de tanta hermosura y distinción, opinando que tenía que ser mucha la sabiduría, ingenio y tino de la mona, para haber obtenido aquel galardón. Así que todos la saludaban, como si de un alto personaje se tratara, pues aquel traje le daba mucha categoría entre ellos.
Toda la tropa de monas tenía proyectada una excursión por aquel vasto país, para buscar provisiones con qué abastecerse. Y convinieron en que nadie mejor para guiarlas, como aquella compañera, que de lejanas tierras llegaba con tantos laureles ganados.
Cegadas por el lujo de la mona, la nombraron capitán de la excursión.
Llegó el día de la partida, y allá fueron selva adentro, con su flamante directora.
Las necias monas seguían el camino que su compañera les trazaba, obedeciéndola con fe ciega. Pero la presumida capitana, que sólo pensaba en lucir sus galas, equivocó la ruta, perdiéndose entre bosques y malezas.
¡Desdichada tropa! Atravesaron ríos, desiertos y pantanos, sin encontrar nada de lo que iban buscando. Entre el ejército de monas había más de la mitad con descalabros. Una tenía la cabeza magullada; otra, se había roto una pata al saltar unas rocas; otra, estaba acatarrada de la mojadura que había tomado al atravesar el río. Y la que más y la que menos, todas tenían algo de qué lamentarse.
Pero aún les cegaba la apostura y gallardía de la mona capitana, que seguía guiándolas por aquellos caminos que ni ella misma sabía dónde conducían. Mas no quería confesar su ignorancia, pues sería bajar del pedestal, donde su vanidad y la insensatez de sus compañeras la habían colocado. Las jornadas cada vez eran más penosas y los accidentes iban en aumento. Como aquello siguiera así no iba a quedar mona para contarlo. ¡Qué tristeza contemplar sus cuerpos desfallecidos por el cansancio y las privaciones! Viendo que nada conseguirían con seguir adelante, decidieron volver a su poblado, renegando de su directora, que les había conducido a tal fracaso con su necedad y poco entendimiento. Ya de regreso, y una vez reconfortados con el descanso y la alimentación, se alejaron de la presumida mona que les había engañado con sus galas de relumbrón, debajo de las cuales no había más que una cabeza vana y tonta.
Aprended del cuento de la mona, a no juzgar por su apariencia a las personas...
Bendiciones.
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