En esta oportunidad, quiero compartir con
todos ustedes, un texto extraído de las páginas 195 a 203, bajo el título “ALMA
Y CORAZON”, y que encontrarán en el libro “La rueda de la vida”,
cuya autoría corresponde a Elisabeth Kübler-Ross (médica psiquiatra,
internacionalmente célebre). Para quienes no la conocen, bien vale -a modo de
presentación- citar unas palabras que encontrarán en la contratapa del mismo: “...
supo desde joven que su misión era la de aliviar el sufrimiento humano, y
ese compromiso la llevó al cuidado de enfermos terminales. De esa experiencia
extrajo profundas enseñanzas: los niños dejaban este mundo confiados y serenos;
algunos adultos partían, después de superar la negación y el miedo, sintiéndose
liberados, mientras que otros se aferraban a la vida porque aún les quedaba una
tarea que concluir. Pero todos hallaban consuelo en la expresión de sus
sentimientos y en el amor de quien les prestaba oídos. A Elisabeth no le
quedaron dudas: morir es tan natural como nacer y crecer, algo que el
materialismo de nuestra cultura niega y esconde. ...”
Luego de leer el libro, queda muy claro
que su vasta experiencia de vida, ha dejado en ella un sello imborrable. Ha
promovido profundas huellas de compasión hacia quienes se enfrentan a una
situación límite como lo es la muerte. Con palabras muy acertadas, en la ya
mencionada contratapa, se define su trayectoria personal y profesional: “...
El resultado es un libro tan
singular como su autora, que nos enseñó a descreer de los fantasmas de la
muerte y abrazar el poder del amor incondicional.”
“... En mi constante búsqueda de
pacientes para entrevistar en los seminarios de los viernes, adquirí la
costumbre de merodear por los corredores cada noche antes de irme a casa. Eran
muy pocos los colegas dispuestos a ayudarme. En casa, Manny escuchaba mis
frustrados comentarios hasta que al llegar a un punto perdía la paciencia; él
tenía su propio trabajo. Muchas veces me sentía el ser más solitario de todo el
hospital, tan sola que una noche entré en el despacho del capellán.
No
podía haber hecho nada mejor. El capellán del hospital, el reverendo Rendord
Gaines, estaba sentado ante su escritorio. Era un negro alto y guapo de unos
treinta y cinco años. Sus movimientos, como su modo de hablar, eran lentos y
reflexivos. Lo conocía bien porque asistía regularmente a mis seminarios y era
uno de los participantes más interesados. Lógicamente, econtraba que los
conocimientos que adquiría allí le servían para aconsejar a los moribundos y a
sus familiares.
Esa
noche el reverendo Gaines y yo estábamos en la misma onda. Acordamos que
hablar de la muerte y la forma de morir nos enseñaba que los verdaderos
interrogantes que se planteaban la mayoría de los moribundos tenían más que ver
con la vida que con la muerte. Deseaban sinceridad, cercanía y paz. Eso
recalcaba que la forma de morir de una persona dependía de cómo vivía. Abarcaba
los dominios prácticos y filosóficos, psíquicos y espirituales, es decir, los
dos mundos que ambos ocupábamos.
Durante
unas semanas pasamos horas inmersos en conversaciones, lo que normalmente me
impedía llegar a casa a preparar la cena a una hora razonable. Pero ambos nos
estimulábamos y enseñábamos mutuamente. Para una persona como yo, formada en
las razones de la ciencia, el mundo espiritual del reverendo Gaines era
alimento intelectual que yo devoraba. Generalmente evitaba tocar temas
espirituales en mis seminarios y conversaciones con enfermos, debido a que yo
era psiquiatra. Pero el interés del reverendo Gaines en mi trabajo me ofrecía
una oportunidad única. Con sus conocimientos pude extender la esfera de mi
trabajo para incluir la religión.
Durante
una de nuestras conversaciones le pedía a mi nuevo amigo y aliado que se
convirtiera en mi socio. Afortunadamente aceptó. Desde ese momento me
acompañaba en mis visitas a los enfermos terminales y me ayudaba durante los
seminarios. En cuanto a estilo, nos complementábamos perfectamente. Yo
preguntaba lo que pasaba en el interior de la cabeza del enfermo, y el
reverendo Gaines preguntaba por su alma. Nuestro paso de uno a otro tema tenía
el ritmo de una partida de pimpón. Los seminarios adquirieron todavía más
sentido.
Los
demás también opinaban lo mismo, sobre todo los propios pacientes. Sólo uno
entre doscientos pacientes se negó a hablar de los problemas resultantes de su
enfermedad. Puede que resulte extraño que se mostraran tan bien dispuestos,
pero explicaré el caso de la primera paciente que el reverendo Gaines y yo
presentamos juntos. La señora G., de edad madura, llevaba meses enferma de
cáncer, y durante su estancia en el hospital procuró que todo el mundo, desde
sus familiares a las enfermeras, sufrieran con ella. Pero después de varias
semanas de conversar con ella, el reverendo Gaines le calmó la ira haciendo que
mejoraran sus relaciones con los demás y que hablara con el corazón en la mano,
de modo que disfrutara de la compañía de las personas a las que quería. Y estas
personas a su vez le devolvían su afecto.
Cuando
participó en nuestro seminario, la señora G. estaba muy débil pero también
moralmente transformada,. <Jamás había vivido tanto en toda mi vida
adulta>, reconoció.
El
voto de confianza más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de
tres años de dirigir mis seminarios, recibí a una delegación del Seminario
Luterano de Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo me imaginé que
sostendríamos un acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que
trabajara en su facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea
aduciendo todo tipo de argumentos para demostrar que yo no les convenía, entre
ellos mi aversión a la religión. Pero ellos insistieron.
-No
le pedimos que enseñe teología -me explicaron-. Nosotros ya nos ocupamos de
eso. Pero creemos que usted puede enseñarnos qué significa un verdadero
ministerio en la práctica.
Era
difícil disentir de ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el
profesor hablara en lenguaje no teológico acerca del trato con los moribundos.
Con la excepción del reverendo Gaines y de los estudiantes de teología, mis
experiencias con pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la
mayoría de los pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital
quedaban decepcionados. <Lo único que quieren es leer en su librito
negro>, era el comentario que yo escuchaba una y otro vez. En efecto, el
capellán se limitaba a eludir hábilmente las preguntas importantes reemplazando
la respuesta por alguna cita de la Biblia y apresurándose a salir sin saber qué
más hacer.
Esa
actitud hacía más daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de una
niña de doce años llamada Liz. La conocí varios años después, pero de todos
modos viene al caso. Cuando se estaba muriendo de cáncer, la enviaron a casa,
donde yo ayudaba a sus padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas
dificultades que presentaba el lento deterioro de la niña. Al final, la chica,
convertida ya en un esqueleto con un enorme vientre lleno de tumores
cancerosos, sabía la realidad de su estado, pero de todas formas se negaba a
morir.
-¿Cómo
es que no te puedes morir?- le pregunté un día.
-Porque
no me puedo ir al cielo -me contestó llorosa-. Los curas y las hermanas me
dijeron que nadie se puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el
mundo entero. -Sus sollozos arreciaron y se me acercó más-. Doctora Ross, yo
quiero a mi mamá y a mi papá más que a nadie en el mundo entero.
A
punto de echarme a llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había
asignado esa difícil tarea: era igual que cuando los profesores dan los
problemas más difíciles sólo a los mejores alumnos. Ella lo entendió.
-Pues
Dios no podría haberle dado una tarea más difícil a ningún niño- comentó.
Eso
fue útil, y a los pocos días Liz fue capaz finalmente de marcharse. Pero ése
era el tipo de caso que me hacía odiar la religión.
De
todos modos, los luteranos me persuadieron, y acepté el trabajo docente. Mi
primera charla, que tuvo lugar sólo dos semanas después de esa reunión, la di
en una sala atiborrada de gente. A fin de hacerles saber claramente mi opinión
sobre la religión, comencé poniendo en tela de juicio su concepto del pecado.
-Aparte
de provocar culpabilidad y miedo, ¿para qué sirve? No hace otra cosa que dar
trabajo a los psiquiatras- añadí riendo, para que supieran que también estaba
representando el papel de abogado del diablo.
En
las clases siguientes traté de inducirlos a examinar su compromiso con al vida
de pastor. Si consideraban difícil discutir por qué el mundo necesitaba
diferentes confesiones religiosas, muchas veces contradictorias, cuando todas
ellas pretendían enseñar las mismas verdades básicas, iban a encontrar bastante
arduo el futuro.
Me
hice tan popular que el seminario me propuso examinar a los candidatos a
ministro del Señor y eliminar a aquellos que no lo iban a conseguir. Eso fue
interesante. Alrededor de un tercio de los seminaristas acabaron abandonando el
seminario para convertirse en asistentes sociales o trabajar en campos afines.
En general, la experiencia de dar charlas y entrevistar a los estudiantes fue
fascinante, pero dejé ese trabajo al final del semestre. Las exigencias de mi
ocupado programa eran demasiadas, incluso para una adicta al trabajo como yo.
La
tarea que realizaba presentando los pacientes terminales a los profesionales de
la medicina me parecía de lo más interesante. No me sorprendía lo mucho que
podía enseñar un moribundo en uno de mis seminarios, ni tampoco lo que
aprendían por sí mismos los alumnos. Muchas veces me sentía mal cuando se me
atribuía todo el mérito. De hecho mi peor pesadilla era quedarme clavada diez
minutos sola en el estrado sin un paciente. La sola idea me producía terror.
¿Qué podía decir?
Pues
un día me ocurrió. Diez minutos antes de que comenzara el seminario, el enfermo
que planeaba entrevistar murió inesperadamente. Teniendo cerca de ochenta
personas ya sentadas en el auditorio, algunas de las cuales habían hecho un
largo trayecto para acudir al hospital, no quise cancelarlo. Por otro lado, no
era posible encontrar otro paciente. Paralizada en el pasillo, desde donde oía
el murmullo de los alumnos en la sala, no tenía idea de qué podía hace sin la
persona a quien siempre presentaba como el verdadero profesor.
Pero
una vez que estuve sobre el estrado, me dejé llevar por la inspiración y la
clase resultó fantástica. Dado que en su mayor parte el público estaba formado
por personas que trabajaban en el hospital o estaban relacionadas con la
Facultad de Medicina, les pregunté cuál era el mayor problema que tenían en su
trabajo diario. En lugar de hablar con un enfermo, hablaríamos de los
principales problemas que tenían los asistentes.
-Decidme
cuál es la mayor dificultad con que topáis- les propuse.
Al
principio reinó un silencio absoluto en la sala, pero pasados unos incómodos
instantes se alzaron varias manos. Ante mi gran sorpresa, las primeras dos
personas que hablaron dijeron que su problema era un determinado médico, en
realidad director de departamento, que trabajaba casi exclusivamente con
enfermos de cáncer muy graves. Era un excelente médico, explicaron, pero si
alguien llegaba a insinuar siquiera que era posible que alguno de sus pacientes
no respondiera al tratamiento, él contestaba de modo muy desagradable. Otras
personas que lo conocían hicieron gestos de asentimiento con la cabeza.
Aunque
yo no dije nada, al instante comprendí de qué médico se trataba porque había
tenido varios encontronazos con él; no soportaba sus modales bruscos, su
arrogancia ni su falta de sinceridad. En dos ocasiones, en mi calidad de jefa
del servicio de enlace psicosomático, me habían llamado para visitar a sus
pacientes moribundos. El me había dicho que uno no tenía cáncer y que la otra
enferma era sólo cuestión de tiempo que se sintiera mejor. En los dos casos las
radiografías mostraban metástasis extendidas e inoperables.
Ciertamente
era el médico quien necesitaba un psiquiatra. Tenía un grave problema con la
muerte, aunque yo no podía decirle eso a sus pacientes. No podía ayudarlos
criticando a otra persona, y mucho menos a alguien en quien confiaban. Pero en
el seminario era diferente. Hicimos cuenta de que el doctor M. era el enfermo y
hablamos de las dificultades que teníamos con él. Analizamos qué nos decían
esos problemas acerca de nosotros mismos. Casi todos los participantes
reconocieron tener prejuicios contra aquellos de sus colegas, médicos o
enfermeros que tenían problemas. Los consideraban de una manera distinta que a
los pacientes normales. Yo estuve de acuerdo e ilustré la situación con mis
propios sentimientos por ese médico.
-No
se puede ayudar a alguien a menos que se le tenga una cierta simpatía.- A
continuación hice la pregunta-. ¿Hay alguien aquí que le tenga cierta simpatía?
Rodeada
de miradas y sonrisitas hostiles, una joven levantó la mano lentamente y con
cierta vacilación.
-¿Estás
trastornada?- le pregunté medio en broma, medio sorprendida.
A
eso siguió una buena carcajada.
Entonces
la enfermera, se puso en pie y habló con una tranquilidad y claridad llenas de
nobleza.
-No
conocéis a ese hombre -dijo-. No conocéis a la persona.
Nuevamente
se hizo el silencio. Su frágil voz lo rompió con una detallada descripción de
cómo el doctor M. comenzaba su ronda avanzada la noche, horas después de que se
hubieran marchado a casa los demás médicos.
-Empieza
en la habitación más alejada del puesto de enfermeras y va avanzando hacia
donde yo me siento habitualmente -explicó-. Entra en la primera habitación muy
erguido, con aspecto confiado y seguro. Pero cada vez que sale de una
habitación tiene la espalda más encorvada. Poco a poco su postura se va
pareciendo más a la de un anciano. -Con gestos representaba el drama nocturno
obligando a todo el mundo a imaginarse la escena-. Cuando sale de la habitación
del último paciente, este médico parece destrozado. Se ve claramente que no siente
ni la más mínima alegría, esperanza o satisfacción por su trabajo.
El
simple hecho de observar ese drama noche tras noche le afectaba. Imaginémonos
cómo se sentía el médico que lo vivía. Todos los asistentes tenían los ojos
húmedos cuando la enfermera explicó cuánto deseaba darle unas suaves palmaditas
al doctor, como haría un amigo, y decirle que sabía lo terrible y
desesperanzado que era su trabajo. Pero el sistema de castas del hospital
impedía ese comportamiento tan humano.
-Sólo
soy una enfermera- explicó.
Sin
embargo, ese tipo de compasión y amistosa comprensión era justamente la ayuda
que necesitaba ese médico, y puesto que esa joven enfermera era la única en la
sala que se preocupaba por él, era ella quien tenía que hacerlo. Le sugerí que
se obligara a dar ese paso.
-No
lo pienses, simplemente haz lo que te dicte el corazón. Si lo ayudas -añadí-,
vas a ayudar a miles y miles de personas.
Después
de una semana de vacaciones, estaba ante mi escritorio poniéndome al día con el
trabajo cuando de pronto se abrió la puerta y entró precipitadamente una joven.
Era la enfermera de ese seminario.
-¡Lo
he hecho! ¡Lo he hecho!
Ese
viernes había observado al doctor M. hacer su ronda y acabar destrozado, tal
como lo había descrito. El drama se repitió el sábado, pero con una
complicación adicional. Ese día habían muerto dos de sus pacientes. El domingo
lo vio salir de la última habitación, encorvado y deprimido. Obligándose a
actuar se le acercó, esforzándose por tenderle la mano. Pero antes de hacerlo
exclamó:
-¡Dios
mío! Esto debe de resultarle terriblemente difícil.
De
pronto el doctor M. la cogió del brazo y la llevó a su despacho. Allí, tras la
puerta cerrada, el médico le expresó todo su dolor, aflicción y angustia
reprimidos. Le contó todos los sacrificios que había tenido que hacer para
estudiar en la facultad; cómo sus amigos ya tenían trabajo y buenos ingresos
cuando él comenzó la práctica como residente; cómo trataba de mejorar a sus
pacientes mientras aquellos compañeros ya tenían familia y se construían casas
para pasar las vacaciones. En lugar de vivir se había pasado la vida
aprendiendo una especialidad. Por fin ya era el jefe de su departamento. Tenía
un puesto en el que podía hacer algo importante para sus pacientes.
-Pero
todos se mueren -sollozó-. Uno tras otro. Todos se me mueren.
Al
escuchar esta historia en el siguiente seminario sobre la muerte y el morir,
todos comprendieron el extraordinario poder sanador que puede tener una persona
simplemente reuniendo el valor de actuar impulsada por sus sentimientos. Antes
de que hubiera transcurrido un año, el doctor M. comenzó a tratarse
psiquiátricamente conmigo. Pasados unos tres años estaba en terapia a tiempo
completo. Su vida mejoró espectacularmente. En lugar de acabar quemado y
deprimido, redescubrió las maravillosas cualidades de cariño y comprensión que
lo habían motivado para estudiar medicina. Ojalá ese hombre supiera a cuántas
personas ha ayudado al contarles su historia a lo largo de los años. ...”
Desde
mi punto de vista, un relato por demás conmovedor. Un relato que nos invita a
una profunda reflexión; nos invita a cuestionar nuestros hábitos, creencias y
valores; nos invita a refrescar nuestra mirada y a conectarnos con lo más
auténtico de nosotros mismos: nuestro verdadero SER, nuestra verdadera ESENCIA,
o dicho con otras palabras: con el AMOR INCONDICIONAL.
Bendiciones.
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