En esta ocasión, quiero
acercarles un cuento que pueden encontrar en el libro titulado “Cuentos
rodados”, cuya autoría
pertenece a Mamerto Menapace (de nacionalidad argentina, es sacerdote católico
y escritor de cuentos, poesías, narraciones, ensayos bíblicos, reflexiones varias. Tiene publicados más de cuarenta libros de temáticas muy
variadas que propician el encuentro con Dios y el crecimiento en la fe). Hace
poco menos de 30 años, recibí como obsequio de cumpleaños, precisamente, dicho
libro. Fue mi primer contacto con este autor. Ni qué decir que -al instante-
quedé fascinada por la sencillez y la humildad que este sacerdote transmite en
sus escritos. Cautivó mi corazón desde entonces, no sólo con esta obra sino con
un sinnúmero de ellas que -por fortuna- forman parte de mi biblioteca. Lecturas
que son un verdadero deleite para los sentidos. Lecturas que son mucho más que
caricias para el Alma. Lecturas imbuidas de Sabiduría en cada palabra,
reflexión, narración y/o poema escrito. Lecturas que -desde mi punto de vista-
deberían figurar como textos obligatorios en cualquier formación escolar.
Sin más preámbulos,
entonces, paso a transcribir el relato:
“Los dos burritos
Erase una vez una madre -así comienza esta historia
encontrada en un viejo libraco de vida de monjes, y escrita en los primeros
siglos de la Iglesia-. Erase una vez una madre -digo- que estaba muy
apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella
los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica, habían
abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban
entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente
del vicio.
Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su
congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida. Era este
un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto a fin de estar en
la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él
acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles de
expulsar.
Fue así que esta madre de nuestra historia se
encontró con el santo monje en su eremita, y le abrió su corazón contándole
toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y
ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Había puesto todo su
empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que
los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su
ejemplo. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir
por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no
seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando.
¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos
sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al
ocio y vagancia del teatro y el circo.
Lo peor de la situación era que ella misma ya
no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales.
Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena
senda, quizá fueran indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al
dolor se sumaba la duda y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener
ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto.
Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer
al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su
exposición, el monje continuó en silencio mirándola. Finalmente se levantó de
su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba esta hacia
la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada de su tronco
una burra con sus dos burritos mellizos.
- ¿Qué ves? -le preguntó a la mujer, quien
respondió:
- Veo una burra atada al tronco del arbusto y
a sus dos burritos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman
un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parecen
perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han
venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
- Has visto bien -le respondió el ermitaño-.
Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritos
retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia
para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para
querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu
fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen
camino cuando se den cuenta de que están extraviados.
Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la
soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con
la paz en su corazón dolorido.”
Espero hayan disfrutado de
este cuento, tanto como yo lo hice no sólo la primera vez que lo leí sino
-también- en cada ocasión que vuelvo a leerlo.
Antes de finalizar este
compartir, creo propicia la oportunidad para desearles de corazón que “la Paz
sea con todos ustedes”...
Bendiciones.
Gracias, solo eso,gracias a Dios que estas entre mis grandes afectos, y este relato, en todos los sentidos de la vida es ütil, ojalá muchos lo lean con el corazón.
ResponderEliminarOtra vez Gracias