Poco
a poco, casi sin darme cuenta, he entrado en este período de la vida, el
último, que se llama vejez. Poco a poco, también sin darme cuenta, se ha hecho
mi andar más pesado: pronto tendré que pensar en la ayuda de un bastón. Cuando
hago las compras tengo la impresión de que los kilos pesan cada vez más y los metros son cada vez más largos.
Algún diablillo travieso ha debido transformar las calles, antes bien llanas,
en “cuestas” que me hacen perder el aliento. Si alguna vez se me ocurre
arrodillarme para recoger algo, para levantarme, tengo que apoyarme en un
mueble.
Mis
gestos se han hecho lentos, y a menudo torpes: las agujas no se dejan enhebrar,
los caracteres de los diarios se han puesto ridículamente pequeños, mi aparato
de televisión debe ser de mala calidad, porque la pantalla me devuelve imágenes
cada día más borrosas, los locutores no hablan con claridad, todos hablan entre
dientes, decididamente ya no se enseña a articular, a modular, a hablar lento y
con claridad.
Me
miro en el espejo. Veo bastante bien, todavía, como para constatar el
irreparable ultraje de los años. Mi cuerpo se ha deformado, ya no tengo cintura
y la cara que me sonríe en el cristal está, por cierto, bastante ajada, ya no
hay producto de belleza que pueda disimular sus arrugas.
Pero
un semblante sin arrugas, ¿qué sería? Una página blanca en la que nada se
hubiera escrito. Esos miles de pequeños surcos cuentan una larga historia
hecha, como todas las historias humanas, de alegrías y dolores, de sonrisas y
de lágrimas, de esperanzas y decepciones.
¿Por
qué asociamos a menudo la vejez con tristeza? ¿Acaso no son, tanto la vejez
como la juventud partes integrantes de la vida? ¿Y no merece la vida ser
apasionadamente vivida hasta el final?.
He
vivido una primavera con flores y alegrías, con risas despreocupadas, con
amigos fieles, con alumnos y gente que conocí: entonces, descubrí el Amor.
Vinieron después los frutos del verano: los tres hijos que llevé dentro de mí,
que alimenté, cuidé y eduqué, vi marcharse una al cielo, los otros dos volaron
como pájaros para construir, a su vez, sus propios nidos y transmitir la vida.
Gocé la plenitud de esa estación en que la naturaleza se adorna con los colores
más cálidos, del castaño al oro, en el esplendor de la madurez.
Ahora
estoy en invierno: el tiempo en que se guarda la cosecha y la naturaleza se
despoja de todo lo inútil. Rechazando los recuerdos amargos y los
remordimientos estériles, rememoro y puede revivir como si estuvieran
presentes, muchos momentos de los largos años que se fueron y hacer de ellos un
cántico de acción de gracias a Dios.
El
pasado, pasado está. El tiempo transcurre inexorable. Se han producido vacíos:
marido, una hija, padres, parientes, amigos, tantas veces más jóvenes que yo...
Una tras otra, las personas de mi generación dejan su morada terrestre para ir
a la Casa del Padre, y sólo Dios sabe, cuantos días de vida me quedan a mí aquí
en la tierra.
Pero
cuando ya no pueda caminar, ni mis ojos ver, ni mis oídos oír, siempre me quedará
un arma contra la tristeza: la sonrisa, y una riqueza que los años no me pueden
quitar: el amor. Haber amado a todo lo largo de la vida, haber sido amada, ser
todavía amada y amar siempre: amar las cosas y las gentes, amar la vida...
hasta el fin.
Gualeguaychú;
19 de marzo de 1933 – 19 de marzo de 2013
Esta
hermosa “historia de VIDA” (así con mayúsculas) tiene a Julia como
protagonista. Su sobrina Diana, la exhibe en lo que resulta ser una suerte de
portarretrato. Según parece, hacía un tiempo que estaba allí pero, a mis ojos,
fue visible recién hace unos pocos días. Me conmovió tanto que decidí pedirle
permiso a Diana, una gran mujer y amiga, para sacar una fotocopia del escrito.
Hoy lo quiero compartir con todos ustedes. Sin duda alguna, Julia es expresión
de “SABIDURIA encarnada”. El AMOR de DIOS hecho Mujer. Coincido plenamente con
ella; sobretodo en “amar las cosas y las gentes, amar la vida ... hasta
el fin”.
Julia
¡Gracias por
existir! ¡Eres una bendición de DIOS!
Bendiciones.
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