El
cuento que les acerco a continuación, puede leerse en el libro titulado “El Don – Una guía para descubrir cuál es la
misión de nuestra vida” y cuya autoría lleva implícito el carisma personal
de la autora: Amalia Estévez (egresó como Psicóloga de la Universidad de Buenos
Aires, investigó en los nuevos campos de la Psicoterapia, desde sus enfoques
tradicionales -freudianos y lacanianos- evolucionando hasta los enfoques
transpersonales, que incluyen la integridad del ser humano en toda su rica
complejidad; física, emocional, mental, social y espiritual. Se desempeño en
radio y televisión; habiendo sido también conferencista y escritora.). Debo
reconocer, que esta es la primera vez que tomo contacto con alguna obra suya. Y
debo reconocer, también, que he quedado absolutamente extasiada con la inmensa
Sabiduría que he podido vislumbrar a través de la lectura de este libro que, ha sido un maravilloso
obsequio de cumpleaños -50 cronológicamente hablando aunque algunas personas
digan que parecen ser menos- de mi Gran Amiga y Hermana del Alma -además de
compañera de trabajo-, Laura. Si la conocieran, se darían cuenta de que no se
puede esperar menos de parte suya. Un ser exquisito, noble, auténtico: un Ser
Celestial. Como nada es “casual” sino
“causal”, seguramente algo tendrá que ver el hecho de que este libro llegue a
mis manos precisamente en esta etapa de mi Vida; etapa que me encuentra
compartiendo -con todos ustedes- mis vivencias, creencias, experiencias,
reflexiones y todo tipo de sentimientos y emociones propias de un Ser Humano,
que se halla en búsqueda de conocer su verdadera Identidad y de encontrar su verdadera Morada.
Creo -entonces- que ya es hora de pasar al mencionado cuento
que lleva por título (páginas 57 a 65):
El
Big Bang
Había
una vez...
Hace
mucho, mucho tiempo...
Un
Vacío del que brotó misteriosamente un intensísimo punto de luz, y de él se
formó un Gran Hombre, perfecto de todas sus perfecciones.
Pero
con un pequeño problema. Un gran problema. No tenía conciencia de sí mismo. No
sabía quién era.
La
tensión que le produjo este desconocimiento de sí se hizo tan insoportable y
tan intensa, que el Gran Hombre estalló.
Y
se convirtió en millones y millones de hombrecitos y de mujercitas, todos
hechos a su imagen y semejanza, que cargaban con la ignorancia inicial. Como
cada uno de ellos venía de una parte distinta del Gran Hombre, cada uno tenía
implícita en su propia naturaleza la potencialidad de hacer algo muy bien, en
forma excelente: aquella función que había cumplido como una célula del Cuerpo
Mayor cuando todavía éste estaba entero.
Pero
así como el Gran Hombre había sido ignorante de sí mismo, los pequeños
hombrecitos y mujercitas también eran ignorantes de sí, y no sabían que sabían
lo que sabían.
Así
que, una vez separado, y sin conciencia de nada, y como lo ignoraba todo, nació
en ellos una fuerte sed de aprender. Ellos no sabían que lo que en realidad
querían era recordar. Recordar quiénes eran.
Pero
como eran recién nacidos, toda su atención estaba volcada hacia el afuera,
encandilada en el mundo de enorme diversidad que se había formado allí por la
explosión inicial. ¡Y era un mundo tan rico! ¡Y tan fascinante! Entonces
pusieron con entusiasmo todos sus sentidos en captar ese afuera que los
atrapaba con sus encantos y sus maravillas.
Y
se transformaron en SERES DESLUMBRADOS por el mundo y sus sorpresas y sus
prodigios.
Algunos
hombres y algunas mujeres daban un paso adelante en el camino del conocimiento,
y empezaban a intuir lejanamente que había una función que habían sabido
realizar pero no sabían cuándo ni dónde. De aquel remoto pasado del Hombre
Grande todopoderoso -pero no sabio- traían extraños poderes naturales, que no
sabían ni lejanamente de dónde les venían. Los hombrecitos y las mujercitas usaban
esos poderes con soltura e inconsciencia, con el salvajismo de sus mentes
recién inauguradas, y usaban esos prodigios para el bien de su manada a veces,
y otras veces para aniquilar a sus rivales y para dominar a la naturaleza. Pero
aunque paladeaban el triunfo, no estaban ni satisfechos ni contentos, porque lo
que sabían era tan efímero que se les escapaba enseguida de las manos. Entonces
quisieron empezar a aprender de su función, y se transformaron en SERES
APRENDICES.
Y
desarrollaban su energía, sus emociones, su sexualidad y su mente más concreta,
poniéndolas al servicio del aprendizaje de ese Don que traían adentro, y que a
medida que se desenvolvía los llenaba de alegría y de esperanza.
Y
hombres y mujeres aprendieron.
Desarrollaron
otro pensamiento más alto, fueron dejando sus vínculos infantiles y se
separaron de sus familias primarias y de sus culpas y de sus mandatos y
buscaron nuevos amores y nuevas familias que inauguraron, mientras iban
obteniendo más y más saber sobre aquello que llevaban dentro y querían hacer,
su propio Don. Tanto y tan bien se fueron convirtiendo en maestros cada uno en
lo suyo, y se transformaron en SERES MAESTROS. Iban satisfechos y orgullosos,
vertiendo su conocimiento bien ganado por el ancho mundo, creciendo en autoestima
y en saludable egoísmo, satisfechos y prosperando gozosamente en lo suyo.
Y
camina que caminando todos ellos por el camino de la vida que se les abría tan
generosamente, su mente racional se transformó en un espléndida herramienta que
ya no estaba unida a los objetos para comprenderlos, sino que ahora operaba
sobre las relaciones haciendo vinculaciones cada vez más abstractas y ampliando
su radio de acción enormemente sobre el mundo. Esto les daba una poderosa
autonomía y una amplitud que crecía más y más. Y como todo aquello que crece
sobremanera de afuera, sin un parejo desarrollo interior, su Don se les empezó
a subir a la cabeza como una botella de un buen vino. Y solo eran los primeros
tragos de ese vino espirituoso que es el poder... El buen poder que había sido
ganado por hacer bien aquello que habían aprendido a hacer bien, pero que sin
un discernimiento claro que los orientara, empezaba a nublarles la mente a
muchos de ellos.
Muy
pocos hombres y mujeres recordaban aún alguna remota unidad primera como aquel
lejanísimo Gran Hombre, ni tampoco recordaban ya la comunidad primitiva de la
que habían formado parte, cuando apenas eran una horda solidaria e
inconsciente. Ahora se sentían separados unos de los otros, y bien separados.
Empezaban a poner todo en cuestionamiento, tanto sus creencias y sus
principios, como los de los demás. Aprendían la poderosa herramienta del
descreer. Y empezaban a descreer de todo aquello que estuviera más allá de sí
mismos, y ese más allá incluía cada vez más cosas, ideas y personas. Todo se
fue haciendo más y más relativo para ellos, y nació el SER ESCÉPTICO. Que, sin
embargo, creía en sí mismo, pero solo y únicamente en sí mismo. La autoestima
se le fue haciendo agrio orgullo, y el orgullo caminaba imparablemente hacia la
soberbia.
Hasta
que el hombre y la mujer se emborracharon perdidamente de su propio vino, el
poder que les daba su Don eximio macerado con su propio orgullo y con su propia
soberbia. Se llenaron de egolatría y se construyeron un pedestal ilusorio al
que se subieron, y de allí hicieron girar (solo en su imaginación) al mundo a
su alrededor.
Creyéndose
el centro alrededor de lo que todo giraba, confundieron el ejercicio espléndido
de su función, con el derecho a poner a todo y a todos a su servicio, disponiendo
de ellos a su antojo.
El
poder se hizo entonces abuso de poder, y nació el SER EMBRIAGADO DE PODER, para
quien el mundo con sus maravillas y los miserables mortales que estaban (solo
en su imaginación) por debajo de sus alturas, debían responder a su mandato.
Y
su mandato se desbordaba en cada vez más crueles atropellos. Creó una
deslumbrante tecnología con la que podrían haber mejorado su vida todos los
seres humanos, y la transformó en un brutal instrumento de dominación.
Transformó su casa grande en una naturaleza sufriente, taló los bosques
cambiando torpemente el clima, envenenó los mares con basuras inútiles, asoló
la flora y la fauna de su hermosos planeta verde, lastimó el cielo con agujeros
que amenazaban la vida de todos y polucionó los aires, las aguas y la tierra
hasta los confines. Los otros hombres y mujeres que aún no habían alcanzado ese
poder, cayeron bajo sus manejos inhumanos: los privó del trabajo, el único
elemento humano indispensable para vivir y sostener a sus familias y desarrollarse
y descubrir el Don para el que habían nacido. Entonces los sumió en la miseria
material y moral, y los abandonó como elementos indeseables, estorbos para el
omnipotente ejercicio del poder de los Embriagados de Poder.
Hasta
que los mismos hombre y mujeres Embriagados cayeron bajo el peso de su mal Don.
De su precioso Don tan laboriosamente obtenido y tan ciegamente usado. Y como
eran muchos los Embriagados que caían, muchos eran los males que los asolaban.
Los
que acaban de pasar por esta etapa obnubilada, aprendían a recoger su propia
amarga siembra. EL SER CAIDO era ahora pisoteado por otros más poderosos que
sobre él esgrimían el dominio de su tecnología inhumana, y lo hundían en la
miseria, hombreaban sin clemencia a sus hijos, le robaban la dignidad del
trabajo y el derecho al sustento mínimo, contaminaban su aguas, cambiaban su
clima y emponzoñaban sus cosechas con impunidad (con la impunidad del que se
sabe el más fuerte). Los seres caídos aprendían duramente en su propia carne y
mente lastimadas, y en su propio espíritu caído en la desesperanza, que no era
bueno sembrar aquello que en la propia vida se convierte en desgracia. Hundida
en el dolor su carne y en la oscuridad su mente, aprendían duramente. Pero, de
buen o mal grado, aprendían.
Reptando
desde el pozo de su caída -triste abismo generado por sí mismos, pero de
fundamentales enseñanzas sobre si y sobre su propia naturaleza-, pasaron el
hombre y la mujer a estar embargados por el miedo que el recuerdo del dolor les
traía. EL SER TEMROSO había descubierto hacía mucho cuál era su Don, pero ahora
tenía miedo de usarlo, por temor a hacerlo nuevamente en forma indiscriminada,
y volver a recibir las atroces consecuencias que ya conocía. En esta etapa que
parecía tan amarga, el ser temeroso aprendía a liberarse, no ya de las antiguas
culpas que sus padres les habían impuesto con sus mandatos castrantes y
limitadores en la adolescencia de su evolución, sino de sus propias legítimas
culpas por haber dañado a los demás y al mundo en el que vivían. Estos tristes
recuerdos obraban ahora como una señal de alarma cuando aún les brotaba la
tendencia a repetir aquello que los había llevado a la cima y al abismo. Y por
miedo, por culpa o por arrepentimiento, empezaron a no repetirlos.
Pero
el Don que traían dentro cada hombre y cada mujer pugnaba incansablemente por
manifestarse. Porque era nada menos que aquella función que habían ocupado en
el Hombre Grande, y porque dependía de que cada uno lo hiciera para que el
Hombre Grande pudiera, alguna vez, reintegrarse.
Como
aún estaban llenos de miedo, ponían afuera esa lección que alguna vez
terminarían aprendiendo, y acusaban a los demás de hacer aquello que habían
hecho ellos mismos con resultados nefastos. Nacía EL SER ACUSADOR, con un gran
dedo índice acusando a todos los demás que hacían tropelías, y dilatando el
momento de incorporar nuevamente a sí mismo aquello que tanto le irritaba en
los demás, para reconocerlo como propio, y desde sí mismo, dolerse de eso y
poder cambiarlo.
Lo
intentaba, pero al principio de esta nueva etapa no podía hacerlo. EL SER
PARALIZADO se dedicaba a hacer cualquier cosa que no fuera su función, todavía
detenido por el miedo. Pero luego, a medida que aceptaba en sí, en el seno de
su mente y de su alma aquello que tan dolientemente había rechazado, (por el
dolor que le producía ver sus partes oscuras, su propia sombra), empezó a
aprender a reintegrarse, a aceptarse como era, y por lo tanto, a poder cambiar
en sí todo aquello que realmente sentía verdadera necesidad de cambiar para volver
a conectarse con su Don. ¡Aquello para lo que ahora, recordaba, había nacido!
Lentamente
y al ir reincorporando en sí lo rechazado, el hombre y la mujer se ponen a
hacer por fin lo que tanto añoran y que alguna vez fue su placer y su alegría,
pero que ahora, aún con dolor y con miedo, realizan como si fuera un deber
penoso. EL SER AMARGO no goza aún de su Don, aún le teme, pero ya no se atreve
a rechazarlo, porque se da cuenta de que sin él su vida no tendría sentido. Y
entonces aprende a hacerlo con tenacidad, con los dientes apretados, con
resistencia y coraje, enfrentando las vicisitudes que vengan, y sin cesar en su
intento, aunque no aún amándolo, aunque no aún regocijándose de su Don.
¡Y
de repente, plenamente, recuerda! ¡Removidas todas las trabas por el ejercicio
limpio de su función, aunque lo hubiera hecho tanto tiempo forzado, recuerda
por fin quién es! ¡Y lo que tiene que hacer, y lo que puede hacer, y lo que
quiere hacer! ¡Recuerda que él y su Don son uno, y nace entonces EL SER ALEGRE,
que se regocija de su naturaleza y de su función! ¡Y ahora la retoma con
pureza, con cuidado, con deleite, y nuevamente brilla el sol para él, el hombre
y la mujer que se han recordado a sí mismos! Ahora llevan adentro de sí su
propia luz, y su Don es la lámpara constante que los conduce por la vida. Y
allí va el ser alegre lleno de conocimiento del mundo, sabiendo de las
distorsiones dolorosas y ya no cayendo en ella, ampliando a cada paso su propia
autoconciencia. Empieza a tener atisbos del Hombre Grande al acercarse a los
demás, y al intuir que entre todos forman algo mayor que el ser solamente
individuos. Se va acercando a su propio centro, e intuye que hay un centro
mayor que lo llama, que lo busca, que lo espera. Pero no sabe dónde, ni cuándo,
ni cómo.
Estas
preguntas van creciendo en él ahora. Ahora ya quiere saber, y más, y mucho más, que todo lo que ha
sabido antes. Nace ahora EL SER REFLEXIVO, que se hace altas preguntas que
antes no se había formulado jamás. Qué es la vida. Y qué es la muerte. Cuál es
el sentido de la vida. Y de dónde viene él. Dónde está. Hacia dónde va. Cuál es
el misterio que lo rodea. Y para qué sirve ese Don que tan eximiamente realiza.
Y si forma parte de algo mayor. Y si es así, de qué.
Todas esas preguntas,
formuladas con creciente urgencia y desesperación de saber, de saberse, hacen
que luego de intensas indagaciones y prácticas y búsquedas y desolaciones y
desencuentros y encuentros luminosos y comprensiones cada vez más altas, en
algún momento culminante de su evolución, nazca EL SER ILUMINADO.
Que sabe por fin y
cabalmente quién es, y va sabiendo quiénes son los demás, y se va reintegrando
al Gran Hombre con los demás pioneros re-integrados, que han pasado una y otra
vez por sucesivas ampliaciones de conciencia, sucesivas iluminaciones, y van
guiando a los más pequeños en la superior tarea de la integración con su propio
Don, y con el Todo Mayor del que forman parte.
Un Todo Mayor que va creciendo en la medida en que
cada ser crece, que va cobrando mayor conciencia en la medida en que cada ser
se va haciendo consciente, que se va iluminando en la medida en que todos y
cada uno de los pequeños seres, que son sus pequeñas partes, se van iluminando.
Y que se regocija a medida que cada uno,
acercándose a su Don, su propio centro, se va acercando a El.
Y cuando todos los pequeños seres descubren su Don,
lo realizan con maestría, impecabilidad y buena voluntad, y se van uniendo por
la fuerza del Amor, que jamás dejó de pugnar por unirlos en el camino de la
vuelta a casa…
Entonces, el Hombre Grande, por fin, se reintegra.
Y SE ILUMINA.
¡Y cuando el Hombre Grande se ilumina…!
Creo, sobran las
palabras. Amalia y Laura: ¡Gracias por existir!.
Bendiciones.