En
esta oportunidad voy a compartir con todos ustedes, algunos conceptos
relacionados con una problemática que atañe -por igual- a hombres y mujeres. En
las tan consabidas “relaciones de pareja”, es frecuente encontrarse con desilusiones
y desengaños amorosos. Si sentimos que fuimos engañados: ¿quién es el responsable?. ¿Por qué
tenemos la bendita costumbre de adjudicarle errores únicamente al otro como si nosotros no
hubiéramos aportado los nuestros también?. Si la moneda tiene dos caras que resultan
inseparables para que la misma tenga valor: ¿por qué miramos un solo lado de la
relación? ¿Creemos acaso que de esa forma y mágicamente estaremos en
condiciones de no repetir la “nefasta” experiencia con la próxima pareja que
formemos?. Como alguien dijo alguna vez: “el pez es el último que nota el agua
en que nada” …
Es por ello que vuelvo a remitirlos al libro titulado "Volver al amor", cuya autoría corresponde a Marianne Williamson (auténtica celebridad en EstadosUnidos, donde expone sus ideas sobre espiritualidad y enseña los principios básicos de Un curso de milagros. Es fundadora de organizaciones sin ánimo de lucro que proporcionan servicios no médicos a personas con enfermedades graves). En las páginas 154 a 158, esta magnífica escritora que cuenta con una vasta experiencia en la materia, nos alecciona "amorosamente" cuando dice:
<Nadie puede dudar de la pericia del ego para presentar casos falsos.>
Conocí una vez a un hombre que empezaba sus
relaciones con mucha energía, pero al parecer no podía evitar que el corazón se
le cerrara tan pronto como una mujer le había abierto el suyo. He oído comentar
que este tipo de comportamiento en las relaciones es <una adicción a la fase
de atracción>. Ese hombre no andaba por el mundo hiriendo a las mujeres por
pura maldad. El quería sinceramente tener una auténtica relación comprometida,
pero le faltaba la capacidad espiritual que le permitiría asentarse en un lugar
durante el tiempo suficiente para construir algo sólido con una pareja a quien
sintiera como su igual. Tan pronto como veía fallos y debilidades humanas en
una mujer, salía huyendo. La personalidad narcisista va en busca de la
perfección, con lo cual se asegura que el amor jamás tendrá ocasión de
florecer. La exaltación inicial es tan embriagadora, tan tentadora, que el
verdadero trabajo de crecimiento que debe seguir necesariamente a la atracción
inicial puede parecer demasiado opaco y difícil para comprometerse con él. Tan
pronto como ve que el otro es un ser humano real, el ego siente una repulsa que
lo lleva a querer encontrar a otra persona para <jugar> con ella.
Al
final de una relación con alguien así, nos sentimos como si hubiéramos tomado
cocaína. Ha sido un viaje rápido y muy excitante, y en su momento pareció que
sucedía algo importante. Después nos estrellamos y nos dimos cuenta de que no
había pasado nada significativo, en absoluto. Todo era ficticio. Y lo único que
nos queda es un dolor de cabeza, la sensación de que <eso> no es bueno ni
saludable y la determinación de no volver a hacerlo.
Pero
hay una razón para que este tipo de relaciones nos atraigan. Lo que nos
arrastra es la ilusión de su significado. A veces, alguien que no tiene nada
que ofrecer en una relación auténtica puede presentarse como si te ofreciera el
mundo. Son personas tan disociadas de sus propios sentimientos como para
haberse convertido en actores sumamente hábiles, que interpretan
inconscientemente cualquier papel que les asigne nuestra fantasía. Pero la
responsabilidad del dolor que sentimos sigue siendo nuestra. Si no hubiéramos
andado en busca de un hechizo barato, no habríamos sido vulnerables a la
mentira.
¿Cómo
pudimos ser tan estúpidos? Esta es la pregunta que siempre nos hacemos cuando
estas experiencias acaban. Pero enseguida admitimos para nuestros adentros que
en realidad no fuimos estúpidos, en absoluto. Se trataba de una droga, y el
problema era que la deseábamos. Vimos exactamente cómo era el juego con aquella
persona desde el principio, pero sentimos hasta tal punto la atracción del
<vuelo> que estábamos dispuestos a fingir -durante una noche, una semana
o el tiempo que durase- que no lo veíamos. El hecho de que un hombre te diga:
<Eres maravillosa, una mujer estupenda. Este es un gran día para mí. Cualquiera
se sentiría afortunado de poder salir contigo>, cuando apenas hace una hora
que te conoce es una luz roja que parpadea en señal de peligro para cualquier
mujer que tenga cerebro. El problema es que nuestras heridas pueden ser tan
profundas, es decir que podemos estar tan ávidas de oír esas palabras, aunque
en lo más hondo sepamos que no son verdad, que dejemos de lado toda
consideración racional. Cuando la gente se muere de hambre, está desesperada.
Muchas
mujeres me preguntan por qué siempre conocen a hombres que abusan de ellas, y
lo que yo suelo contestarles es esto:
-El
problema no es que los conozcas, sino que les des tu número de teléfono.
El problema, en otras palabras, no es que atraigamos a
cierto tipo de persona, sino más bien que nos atrae cierto tipo de persona.
Quizás alguien emocionalmente distante nos recuerde, por ejemplo, a nuestro
padre o nuestra madre… o a ambos. <Su energía es distante y tiene un sutil
matiz de desaprobación -nos decimos-; me siento como en casa>. El problema,
entonces, no es sólo que nos ofrezcan dolor, sino que nos sentimos cómodos con
ese dolor. Es lo que siempre hemos conocido.
El reverso de la medalla de esas peligrosas
atracciones que nos echan en brazos de personas que no tienen nada que
ofrecernos es nuestra tendencia a encontrar aburridas a aquellas que sí lo
tienen. Nada que sea ajeno a nuestro sistema puede metérsenos dentro y quedarse
mucho tiempo allí. Y esto es válido tanto para algo ingerido por el cuerpo como
para lo que nos entra en la mente. Si me trago un trozo de papel de aluminio,
el cuerpo lo regurgitará hasta expulsarlo. Si me piden que me trague una idea
que <no va> conmigo, mi sistema psicológico pasará por el mismo proceso
de regurgitación para deshacerse del material que le repele.
Si estoy convencida de que no valgo lo suficiente, me
resultará difícil aceptar en mi vida a alguien que cree que sí valgo. Es el
síndrome de Groucho Marx, que no quería tratar con nadie que lo quisiera
aceptar a él como socio de su club. La única manera de admitir realmente que
alguien me encuentre maravillosa es encontrarme yo misma maravillosa. Pero para
el ego, la autoaceptación es la muerte.
Por eso nos atrae la gente que no nos quiere. Desde el
principio sabemos que no están con nosotros. Más tarde, cuando estas personas
nos traicionan y se van, tras una estancia intensa pero bastante breve,
fingimos que eso nos sorprende pero lo sucedido encaja perfectamente en el plan
de nuestro ego. <No quiero que me quieran>. ¿Por qué las personas
agradables y bien dispuestas nos parecen aburridas? Porque el ego confunde la
excitación con el riesgo emocional, y encuentra que una
persona amable y accesible no es suficientemente peligrosa. La ironía es que la
verdad es lo opuesto: las personas accesibles son las peligrosas, porque nos confrontan
con la posibilidad de una intimidad auténtica. Son gente que realmente podría
frecuentarnos durante tanto tiempo que llegaría a conocernos. Podrían socavar
nuestras defensas, valiéndose no de la violencia, sino del amor. Y eso es lo
que el ego no quiere que veamos. La gente accesible nos asusta porque amenaza
la ciudadela del ego. La razón de que no nos atraigan es que nosotros somos
inaccesibles. …”
Una lectura -sin lugar a dudas- que puede llegar a despertar a cualquier
Corazón, aún al más dormido. Una lectura imperdible que nos invita
a preguntarnos desde qué lugar estamos eligiendo nuestras “relaciones de
pareja”. Una lectura que nos hace reflexionar al tiempo que nos motiva a
cambiar la mirada, a abrirnos al AMOR (así con mayúsculas). Una lectura
inspiradora que nos invita a crecer y a evolucionar. Una lectura
que recomiendo a cualquier persona que se atreva a “mirarse el Corazón” …
Bendiciones.
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