Creo
que uno de los grandes interrogantes que el Ser Humano viene a responder en su
tránsito por este bendito planeta Tierra, tiene vinculación directa con las
“relaciones personales”. Y creo, también, que en la primera “relación personal”
que es preciso indagar, es en la que gestamos con “nosotros mismos”. Me
pregunto: ¿puede una persona “vincularse felizmente” con otra si no se “ama a
sí misma” (distinto de lo que se denomina “amor propio” y responde a una
distorsionada concepción del amor por parte del ego). Yo creo que ello no es
posible. Sólo -desde mi punto de vista- podemos dar de lo que tenemos. Y si no
poseemos “auténtico amor” por nosotros mismos, difícilmente lo podamos
experimentar hacia otra persona. El hecho es que, cuando hacemos nuestro feliz
arribo a este mundo, nos enseñan a creer que somos malos, sucios, imperfectos y
unas cuantas cosas más que van empañando la mirada, enfriando el corazón y nos
alejan de nuestra verdadera fuente de energía: el “AMOR”; pues estamos hechos a
imagen y semejanza de Dios (el Universo o como cada uno quiera llamarlo).
Hay
una persona que tiene bien claro este tema y que se ha convertido en una
auténtica Maestra del Espíritu o -como diría Erich Fromm- del Arte de Amar. Se
llama Marianne Williamson (verdadera celebridad en Estados Unidos, donde expone
sus ideas sobre espiritualidad y enseña los principios básicos de Un curso
de milagros. Es fundadora de organizaciones sin ánimo de lucro que
proporcionan servicios no médicos a personas con enfermedades graves). De uno de
sus libros -titulado “Volver al amor”-, extraje el texto que pueden leer
a continuación (páginas 158 a 162):
“...
Sanemos nuestras heridas
<La
curación es la manera de superar la separación.>
Rara
vez escogemos conscientemente las barreras que oponemos al amor. Son el
resultado de nuestros esfuerzos por proteger los lugares donde tenemos herido
el corazón. Alguna vez, en alguna parte, tuvimos la sensación de que un corazón
abierto era causa de dolor o de humillación. Amamos con la apertura de un niño,
y a alguien no le importó, o se rió, o incluso nos castigó por hacerlo. En un
fugaz momento, quizás una fracción de segundo, tomamos la decisión de
protegernos ante la posibilidad de volver a sentir jamás ese dolor. No
queríamos permitirnos ser tan vulnerables nunca más. Nos erigimos defensas
emocionales. Intentamos construir una fortaleza que protegiera nuestro corazón
de cualquier ataque. El único problema es que, de acuerdo con el Curso (*),
creamos aquello de lo cual nos defendemos.
Hubo
una época en mi vida en la que sentía que debía dejar de abrir tanto mi corazón
a la gente que no respondía como yo deseaba que me respondieran. Me enojaba con
las personas que sentía que me habían herido, pero en vez de entrar en contacto
con esa rabia y ofrecérsela a Dios, la negaba. Casi todos los estudiantes del
Curso caen en esta trampa. Si no se lleva el enojo a la conciencia, no tiene
adónde ir. Entonces se convierte en un ataque contra uno mismo o en un ataque
inconsciente e inapropiado contra los demás.
Al
no reconocer la plena extensión de mi rabia, y pensando que la lección que
tenía que aprender era simplemente que no debía revelar tan abiertamente mis
sentimientos, iniciaba relaciones con dos factores en mi contra: estaba cerrada
-léase <era fría>- e iba armada de ocultos cuchillos emocionales
provenientes de mi enojo inconsciente. Y entre este último y la frialdad podía
cortarle las alas al más santo de los hombres, con lo cual, naturalmente, mi
rabia y mi desconfianza iban en aumento.
Una
vez que estuve hablando con una terapeuta muy sabia, le hice un comentario más
o menos de este estilo:
-A
muchas mujeres de mi edad nos resulta muy difícil encontrar hombres disponibles
realmente capaces de amar y de comprometerse.
Su
respuesta me sonó como un repicar de campanas:
-Cuando
una mujer dice algo así, generalmente en el fondo tiene una actitud de
desprecio por los hombres.
Desprecio
por los hombres. Desprecio por los hombres. Las palabras me resonaron en el
cráneo. No sé si ese era el problema de todas las mujeres que le habían dicho
algo así, pero en mi caso había dado en el clavo. Con frecuencia pensaba en
algo que decía el Curso: creemos que estamos enojados por lo que nos ha hecho
nuestro hermano, pero en realidad lo estamos por lo que nosotros le hemos hecho
a él. Yo sabía vagamente que aquello era verdad, ¡pero tuve que escarbar mucho
para ver qué era lo que les hacía a aquellos hombres que me estaban haciendo a
mí todas esas cosas horribles! El Curso habla de las <tenebrosas figuras>
que arrastramos de nuestro pasado, y nos dice que tendemos a no ver a nadie tal
como es. Reprochamos a los demás cosas que otras personas nos hicieron en el
pasado. Si mi pareja me decía: <Cariño, no puedo volver el domingo por la
noche como había planeado. Debo seguir trabajando en este proyecto y quizá no
vuelva hasta el martes>, era como si me hubiera dicho que se me había muerto
el gato y el perro se me estaba muriendo. El problema no era que él volviera a
casa unos días más tarde, sino cómo me hacía sentir interiormente oírle decir
eso. No puedo describir la sombría desesperación que me atravesaba el corazón.
Ya no estaba relacionándome con mi pareja, ni con aquella circunstancia. Estaba
recordando todas las veces que me había sentido como si yo no importara, no
fuera atractiva, papá no quisiera tomarme en brazos o algún otro hombre no
quisiera seguir teniendo relaciones conmigo.
Desde
la perspectiva del Curso, esta situación reaparecía entonces para que yo
pudiera sentir de nuevo lo mismo y darme cuenta de que no tenía nada que ver
con el presente. Pedí un milagro: <Estoy dispuesta a ver esto de otra
manera. Estoy dispuesta a recordar quién soy>. La respuesta de Dios a mi
dolor no iba a ser -contrariamente a lo que mi ego decía que era la única
manera de librarme de ese sufrimiento- un hombre que me repitiera sesenta veces
al día <Eres fabulosa, eres maravillosa, te amo, te necesito>, y después
me demostrara lo deseable que era quizá dos veces al día y preferiblemente
tres. La posibilidad de sanar no podía venir en última instancia de hombres que
no tolerarían -porque en realidad nadie puede tolerarlas- mis carencias, ni la
culpa que yo intentaba despertar en ellos para conseguir que quedaran
satisfechas mis necesidades, o lo que yo creía que eran mis necesidades. Mi
verdadera necesidad, por supuesto, era darme cuenta de que no necesitaba que un
hombre llenara mis insaciables necesidades emocionales, que no eran reales,
sino apenas un reflejo del hecho de que me consideraba inferior. La salvación
sólo llegaría si renunciaba a la idea de que no valía lo suficiente. Al
defenderme de que me abandonara, seguía creando, una y otra vez, las
condiciones adecuadas para que ocurriera precisamente eso.
¿Por
qué no pueden comprometerse los hombres? Yo sólo puedo responder por mi
experiencia, pero en esos casos, y en los de muchas mujeres que he conocido,
los hombres no se comprometieron porque yo y esas mujeres nos acorazamos contra
el compromiso. Nuestra coraza es nuestra oscuridad: la oscuridad del corazón,
la oscuridad del dolor, la oscuridad del momento en que hacemos ese comentario
perverso o esa demanda injusta.
Nuestras
defensas reflejan nuestras heridas, que nadie excepto nosotros mismos puede
sanar. Los demás pueden darnos amor, inocentemente y sinceramente, pero si ya
estamos convencidos de que no se puede confiar en la gente, si esa es la
decisión que ya hemos tomado, entonces nuestra mente interpretará el
comportamiento de cualquier persona como una prueba de que la conclusión a que
hemos llegado es correcta. El Curso nos dice que decidimos lo que queremos ver
antes de verlo. Si queremos centrarnos en la falta de respeto de alguien por
nuestros sentimientos, sin duda la encontraremos, dado el hecho de que no hay
demasiados maestros iluminados disponibles. Pero un montón de gente está
haciendo esfuerzos mayores de lo que les reconocemos y trabajando contra
algunas desventajas formidables cuando nuestro ego nos ha convencido de que los
hombres o las mujeres son imbéciles, o de que no les gustamos, o de que siempre
se van y nos dejan, o de que simplemente no hay en el mundo nadie que sirva
para nada. ...”
(*)
se refiere al libro Un curso de milagros.
Alguien
dijo alguna vez que “todo lo que en nosotros existe tiene un sentido”.
Sentido de existir. Existir da sentido. Algo que resulta más que un juego de
palabras. “Nosotros”. “Existencia”. “Sentido”. ¿No somos “nosotros”, acaso,
quienes tenemos que descubrir el “sentido” de nuestra “existencia”?. ¿Qué
“sentido” le estamos dando?. Interrogantes que nos motivan a buscar, a indagar,
a profundizar -en nuestro interior- en busca de respuestas. Un camino de
regreso a nuestro verdadero hogar. Un aventurarse en pos de lo milagroso que
vive escondido en el Alma de cada Ser Humano ...
Bendiciones.
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